Que vivir sin prisas es morir con calma,
que aquellas nalgas
un día dejaron huellas de mordiscos
clavadas en mi alma,
y mis labios manchados de saliva
implican a mis manos
buscar otra salida que no encuentran.
A cambio, agonizan y exhasperan
por temores tan remotos como historias de carretera.
Aun teniendo tinieblas escondidas,
aun temiendo un mismo camino forjado de recuerdos.
Forzado por batallas perdidas y lágrimas vencidas.
Hasta este puto circo de payasos
sin gracia ni mucho menos gloria
nos servía de cobijo cuando todo era perdido,
cuando las palabras arremetían a nuestro orgullo con despecho,
vendetta,
venganza.
Nosotros éramos capaces de levantar una sonrisa,
de bajar con un lazo cada uno de los astros escondidos tras el humo de nuestras caladas tristes de trompeta.
Trajiste a mi sepultura el regalo de una vida entera, felina, a mi lado.
Fuimos lo más parecido a un derroche de tiempo personificado, una carambola repleta de casualidades.
Teníamos en las yemas de los dedos una serendipia capaz de mover un planeta para su accidente, aunque nos dedicásemos a hacernos los ciegos para no mirar al cielo e implorar otras voluntades.
Como la hecatombe de no verte.
Te juro que tengo un polo opuesto al tuyo aquí dentro del pecho desde que te conocí,
y sea de la manera que fuese me encantaba romper un espacio tiempo comprendido entre tu forma de decirme que me quieres y mis formas de cagarla de nuevo.
Tú... que me arropaste más que Dios en tu regazo,
contigo no he conocido mejor abrazo que el del amor escondido, el amor descontrolado, el amor descubierto.
Líricas, crónicas, sádicas las madrugadas
en tu cuerpo.
Y cada loco con su tema.
Porque somos los únicos que pudimos comprenderlo.
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